Dar a cada uno lo suyo. Sí, pero, ¿cómo se sabe lo que hay
que dar? Aunque tuviéramos leyes justas, ¿cómo interpretarlas? Apenas conocemos
por ráfagas, nuestra propia conciencia: la conciencia ajena es la noche.
Cometamos de una vez la suprema injusticia de no ver las intenciones; juzguemos
los hechos. Los hechos también son la noche. ¿Cómo restablecer la realidad
física de un hecho social? No podemos averiguar el tiempo que hará mañana y
queremos definir los remolinos misteriosos de la vida. En la selva inextricable
de los apetitos queremos encontrar el testimonio incorruptible. Queremos, para
iluminarnos, hacer comparecer a las sombras; para convencernos, hacer declarar
a la hipocresía; para no ser crueles, citar a la crueldad; para sentenciar a
los hombres, oír a los hombres. ¿Dónde está la verdad? ¿Está en el silencio de
los que dejaron crujir sus huesos dentro del brodequín inquisitorial, o está en
las confidencias del acusado a la moda? Los inocentes se alucinan y confiesan
crímenes que no han cometido. ¿Qué mayor gloria para un abogado que la de
salvar a un bandido? Nos quejamos de la lentitud de los procesos: si los jueces
fueran absolutamente justos y medianamente razonables, no se atreverían a
fallar nunca.
Me basta el sentido etimológico: "Ausencia de
gobierno". Hay que destruir el espíritu de autoridad y el prestigio de las
leyes. Eso es todo. Será la obra del libre examen.
Los ignorantes se figuran que anarquía es desorden y que sin
gobierno la sociedad se convertirá siempre en el caos. No conciben otro orden
que el orden exteriormente impuesto por el terror de las armas.
Pero si se fijaran en la evolución de la ciencia, por
ejemplo verían de qué modo, a medida que disminuía el espíritu de autoridad, se
extendieron y afianzaron nuestros conocimientos. Cuando Galileo, dejando caer
de lo alto de una torre objetos de diferente densidad, mostró que la velocidad
de caída no dependía de sus masas, puesto que llegaban a la vez al suelo, los
testigos de tan concluyente experiencia se negaron a aceptarla porque no estaba
de acuerdo con lo que decía Aristóteles. Aristóteles era el gobierno
científico; su libro era la ley. Había otros legisladores: San Agustín, Santo
Tomás de Aquino, San Anselmo. ¿Y qué ha quedado de su dominación? El recuerdo
de un estorbo. Sabemos muy bien que la verdad se fundó solamente en los hechos.
Ningún sabio, por ilustre que sea, presentará hoy su autoridad como un
argumento; ninguno pretenderá imponer sus ideas por el terror. El que descubre
se limita a describir su experiencia para que todos repitan y verifiquen lo que
él hizo. ¿Y esto qué es? El libre examen, base de nuestra prosperidad
intelectual. La ciencia moderna es grande por ser esencialmente anárquica. ¿Y
quién será el loco que la tache de desordenada y caótica? La prosperidad social
exige iguales condiciones.
El anarquismo, tal como lo entiendo, se reduce al libre
examen político.
Hace falta curarnos del respeto a la ley. La ley no es
respetable. Es el obstáculo a todo progreso real. Es una noción que es preciso
abolir. Las leyes y las constituciones que por la violencia gobiernan a los
pueblos son falsas. No son hijas del estudio y el común asenso de los hombres.
Son hijas de una minoría bárbara que se apoderó de la fuerza bruta para
satisfacer su codicia y su crueldad. Tal vez los fenómenos sociales obedezcan a
leyes profundas. Nuestra sociología está aún en la infancia y no las conoce. Es
indudable que nos conviene investigarlas, y que si logramos esclarecerlas nos
serán inmensamente útiles. Pero aunque las poseyésemos, jamás las erigiríamos
en códigos, ni en sistema de gobierno. ¿Para qué? Si, en efecto, son leyes
naturales, se cumplirán por sí solas, queramos o no. Los astrónomos no ordenan
a los astros. Nuestro único papel será el de testigos. Es evidente que las
leyes escritas no se parecen, ni por el forro, a las leyes naturales. ¡Valiente
majestad la de esos pergaminos viejos que cualquier revolución quema en la
plaza pública, aventando las cenizas para siempre! Una ley que necesita del
gendarme, usurpa el nombre de ley. No es tal ley: es una mentira odiosa. ¡Y qué
gendarmes! Para comprender hasta qué punto son nuestras leyes contrarias a la
índole de las cosas, al genio de la humanidad, es suficiente contemplar los
armamentos colosales, que aumentan cada día, la mole de fuerza bruta que los
gobiernos amontonan para poder existir, para poder aguantar algunos minutos más
el empuje invisible de las almas.
Las nueve décimas partes de la población terrestre, gracias
a las leyes escritas, están degeneradas por la miseria. No hay que echar mano
de mucha sociología cuando se piensa en las maravillosas aptitudes asimiladoras
y creadoras de los niños de las razas más "inferiores" para apreciar la
monstruosa locura de ese derroche de energía humana. ¡La ley patea los vientres
de las madres! Estamos dentro de la ley como el pie chino dentro del brodequín,
como el baobab dentro del tiesto japonés. ¡Somos enanos voluntarios! ¡Y se teme
"el caos" si nos desembarazamos del brodequín, si rompemos el tiesto
y nos plantamos en plena tierra, con la inmensidad por delante! ¿Qué importan
las formas futuras? La realidad las revelará. Estemos ciertos de que serán
bellas y nobles, como las del árbol libre. Que nuestro ideal sea el más alto.
No seamos "prácticos". No intentemos "mejorar" la ley,
sustituir un brodequín por otro. Cuanto más inaccesible aparezca el ideal,
tanto mejor. Las estrellas guían al navegante. Apuntemos en seguida al lejano
término. Así señalaremos el camino más corto. Y antes venceremos. ¿Qué hacer?
Educarnos y educar. Todo se resume en el libre examen. ¡Que nuestros niños
examinen la ley y la desprecien!
Rafael Barrett
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